Sentirse pirata por un día
El mar, amigos, la botella de ron y ganas de pasarlo bien. Estos fueron los ingredientes necesarios para un fin de semana inolvidable navegando en velero por el Mar Menor y la costa de Levante. Podría parecer un plan disparatado o solo al alcance de excéntricos ricachones; nada más lejos de la realidad, es una actividad mucho más asequible de lo que se podría imaginar.
Sobre
las 18:00 h. nos reunimos en el puerto Tomás Maestre de La Manga. La
tripulación la conformábamos diez colegas (profanos todos en esto
de la navegación) y nuestro capitán, David, encargado de guiarnos y
responsable de nuestra integridad. Tras cargar los petates y las
provisiones de cerveza, inspeccionamos la nave. Se trataba de un
precioso velero de 15 metros, modelo Bavaria 49, recubierto en su
exterior por madera de teka, totalmente equipado y con unas amplias y
cómodas estancias. El capitán nos reunió a todos en la bañera y
nos dio una breve charla explicativa de las normas y algunas nociones
básicas de navegación y lenguaje marítimo. Sin más dilación, a
las 19:00, con el sol bajo el horizonte, zarpamos rumbo a la isla
Perdiguera.
Hacía
una noche apacible, con una temperatura agradable, atípica para un
mes de enero. Una leve brisa nos permitió poder navegar a vela. Es
una sensación indescriptible. Sobre las 22:00, bajo un estrellado
cielo, anclamos en el lugar donde íbamos a pasar la noche. A escasos
metros se intuían las siluetas oscuras de varias pequeñas islas
inhabitadas. Se trataba de la isla Perdiguera, en el corazón del Mar
Menor. El hambre empezaba a apretar y nos dispusimos a cenar. Unos
sandwiches, algo de companage, una tortilla de patatas...
Allí
estábamos, en un lugar privilegiado, de tertulia, bebiendo,
cantando... Javi, el más bohemio del grupo, se arrancó:
“Con
diez cañones por banda
viento
en popa a toda vela (…)
Que es
mi barco, mi tesoro.
Que es
mi Dios, la Libertad.
Mi ley,
la fuerza y el viento;
mi única
patria La Mar”
Sobre
las 2:00 nos fuimos a dormir con una sonrisa de oreja a oreja; con la
satisfacción del que sabe que está haciendo algo único y con los
nervios típicos de un niño que se va de viaje al día siguiente...
A las
7:30, los más madrugadores salimos a contemplar el amanecer. La
resaca se nos fue de golpe al contemplar el idílico lugar.
Tras un
contundente desayuno y sin perder un minuto, pusimos rumbo a puerto.
Objetivo: salir a mar abierto aprovechando la apertura del puente
levadizo a las 10:00. Puntuales salimos al Mediterráneo. Izamos la
bandera negra, desplegamos la vela, música a todo trapo, el viento
en la cara, ron... Éramos auténticos piratas. Subimos a nuestra
vigía Ana, a lo alto del palo mayor, a la cofa, para intentar
divisar a la Ballena Blanca y de paso echar algunas fotillos desde
una perspectiva increíble. Nuestro capitán, con atuendo de pirata
incluido, trató de enseñarnos algunas maniobras. Digo trató porque
enseguida se dio cuenta de la panda de mercenarios y prófugos que
tenía por tripulación y prefirió centrarse en evitar un motín a
bordo.
A media
mañana llegamos a Cabo de Palos. Fondeamos en un playita muy cerca
del faro. 22 grados, cielo despejado y ni gota de viento. Ropa fuera
y al agua -les recuerdo que era día 31 de enero! -
Bien
sabido es el voraz apetito que tienen los piratas, y vistas las
escasas provisiones de las que disponía la bodega, la tripulación
decidió bajar a tierra firme en busca de alguna posada capaz de
calmar a sus rugientes estómagos. Comensales que abarrotaban las
terrazas de los restaurantes del paseo del puerto de Cabo de Palos,
observaron atónitos la triunfal llegada de nuestro temido barco, con
la bandera de la calavera ondeando en lo alto y la música retumbando
en los altavoces... Tras la comida, tocaba poner de nuevo rumbo a
puerto. David demostró su pericia al timón en una magistral
maniobra para salir del estrecho muelle en el que habíamos atracado.
Adormecido por el copioso banquete me tumbé en proa. Las velas se
desplegaron sobre mi cabeza. El viento era suave pero favorable.
Javi, Diego y el capitán vinieron a mi compañía y comenzamos una
agradable charla. Era inevitable comenzar a planear la próxima
travesía...El sol comenzaba a caer a babor y el cielo se teñía de
colores rosaceos y anaranjados. No había ninguna prisa por llegar...
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